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Balam, la senda del jaguar

La novela sobre el surgimiento, esplendor, decadencia y conquista de Chichén Itzá

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La historia Continúa…
Si leíste Cóatl, el misterio de la serpiente, querrás leer Balam, la senda del jaguar.

Mientras se llevan a cabo las excavaciones para una nueva línea del metro en la Ciudad de México se encuentra un hallazgo arqueológico: un monolito que marca la ruta del mítico personaje Kukulcán. El reportero Víctor Tobón Medina pretende publicarlo; pero el monolito ha desaparecido misteriosamente. Entonces acude al historiador Gastón Peralta Moya.
Para desentrañar el misterio Peralta Moya y Tobón Medina llevan a cabo una investigación que inevitablemente los conduce a Los Libros del Chilam Balam y a los primeros españoles que habitaron con los mayas en Yucatán: los náufragos Gonzalo Guerrero y Jerónimo de Aguilar, quienes tras la llegada de Hernán Cortés se separaron. Aguilar decidió unirse a los conquistadores; Guerrero, por su parte, se convirtió en maya, se casó con la hija del halach uinik, fue nombrado nacom, y les hizo la guerra a los españoles, sorteando la conquista de Yucatán por más de veinte años; pero antes de morir, dejó unos escritos que indican la senda del jaguar.
Pero revelar el misterio no será fácil: involucrará al historiador y su ayudante en un contubernio laberíntico que los encerrará en distintos callejones sin salida; pues alguien los acecha, quiere venganza; Gregorio Urquidi, ahora aliado con magnates, políticos y narcotraficantes, no descansará hasta tener en sus manos a Diego Daza, Gastón Peralta Moya, y por supuesto, al detective Delfino Endoque y su aprendiz Saddam, quienes se encuentran investigando el caso de una red de pederastas y productores de pornografía infantil, cuyas pruebas, ineludiblemente, apuntan como flecha de anuncio de motel a la iglesia católica, y como autor intelectual a Gregorio Urquidi.
Al nudo de tramas los une un personaje: El Elegido de dios, el verdadero, el único, Kukulcán. Por fin, la promesa se ha cumplido: Kukulcán ha vuelto.

Lee el avance del primer capítulo:

Sabía a sal... Olía a sal... Sentía la sal... Una rasposa y salada sensación le limaba la garganta a Gonzalo Guerrero, que aun sumergido en la inconsciencia percibió a lo lejos un estruendoso retumbo. ¡Tum…! En la penumbra de su colapso intentó descifrar el origen de aquel sonido que golpeteaba lentamente, una y otra vez en aquel silencio ahuecado. ¡Tum…! [Silencio] ¡Tum...! [Silencio] ¡Tum...! [Más silencio] Algo, algo pretendía comunicarle su descalabrada memoria. ¡Tum...! Nuevamente aquel sabor a sal le rasguñó las paredes de la boca. La oscura prisión de su desmayo le brindó otra pista: viento. Zumbaba el viento... Sentía el viento... Olía el viento... El viento olía a sal, sabía a sal. Las renuentes persianas de sus ojos impedían la entrada de los primeros rayos de sol de aquel amanecer de 1511.
En vano intentó perforar los párpados que lo encarcelaban en aquel lapso de incertidumbre. Los indicios de lo ocurrido la noche anterior comenzaron a evidenciarse: agua, agua, mucha agua; recordaba su cuerpo empapado, el sabor a sal, el aroma de la sal, más sal, el viento, un estallido, el crujir de la madera, sal, un ensordecedor trueno. ¡Más agua! ¡Agua salada! ¡Olas! ¡Unas olas monumentales! Una tormenta vomitaba sobre ellos. Con gran aprieto alcanzaban la superficie, el agua los succionaba, un silencio los inundaba, sacudían los brazos y piernas a todo lo que toleraban sus cansados músculos. ¡Gritos, gritos, y más gritos! ¡Auxilio! Luego, los alaridos de socorro enmudecieron…
Soplaba el viento…
¡Tum…! ¡Tum…! ¡Tum…!
Jaló aire, enterró los dedos en la arena, liberó un gemido, y por fin abrió los ojos. Apareció frente a él un cielo despejado y colmado de gaviotas… había amanecido. Gonzalo Guerrero yacía boca arriba, a la orilla del mar envuelto en una grumosa capa de arena mojada. El sol brotaba caluroso en el horizonte, las olas retumbaban una y otra vez, bañándole las rodillas. Rodó la cabeza a la izquierda y escupió la arena que se acumuló en su boca toda la madrugada. Una ola lo empapó hasta la cintura. No era una pesadilla; había sobrevivido al naufragio.
Se encontraba con vida, pero muy lejos de casa en Palos de la Frontera, en la provincia de Huelva, Andalucía. Se sentó sobre la arena y recorriendo lentamente con la mirada, intentó buscar en aquellas aguas los restos del batel que se había hundido la noche anterior. Al parecer estaba solo, solo, ahí en esa isla desconocida.
Dio oídos a un ruido extraño; giró temerosamente la cabeza a su derecha hasta notar que a su espalda lo observaba una docena de hombres tostados, de cuerpos y rostros pintados, con enormes argollas en los oídos y narices, y lanzas en las manos.